viernes, 6 de enero de 2012
Dardo Cabo Presente
No son sólo memoria,
son vida abierta,
continua y ancha;
son camino que empieza.
Cantan conmigo,
conmigo cantan.
Dicen que no están muertos;
escúchalos, escucha,
mientras se alza la voz
que los recuerda y canta.
Una materia exquisita / Horacio Verbitsky
"Por ahora olvidarlo un poco no me viene mal", dice su carta manuscrita, una semana después de que el médico le explicara lo que tenía por delante. Pero no podía olvidarlo, porque hacía por lo menos tres años que lo estaba esperando. Su último libro, distribuido en la semana del diagnóstico, empieza así: "Cada noche de Año Nuevo recuerdo, aunque sea por un instante, la última que vivió mi padre. Estaba envuelto en una bata raída, en la puerta de la casa que alquilaba en la calle Santo Tomé. El pucho seguía en sus labios pero ya lo estaba matando". Por las dudas él había dejado de fumar. Pero no se hacía muchas ilusiones. Si hasta se hizo atender por el mismo matasanos que su viejo.
Cada vez le costaba más escribir su "Llamada internacional". La Argentina menemista ya no le cabía dentro del "Créase o no". Los primeros artículos de la serie son desopilantes y parecen escritos con el mismo vértigo de A sus plantas rendido un león, ese libro que por suerte no llegó a arruinar en el cine Alberto Olmedo, como él quería, con su ingenuidad a toda prueba. En los últimos, la amargura se traga al humor y en vez de hacer reír dan ganas de llorar.
En sus primeros años en Buenos Aires, se escabullía detrás de las columnas de La Opinión (las de mampostería) para que ningún jefe obsesivo le encajara alguna nota que no fueran las Historias de Vida que escribía con placer y maestría, contemporáneas de su primera novela. En el exilio denunció las aberraciones de los militares. Al volver con una francesa como el tango manda le costó soportar la mediocridad del alfonsinismo, el discurso mentiroso cotidianamente desmentido por la práctica. Los caló de entrada, cuando inventaron cualquier cosa para no incluir a Cortázar, que ya estaba enfermo y vino a despedirse, en la recepción presidencial a los intelectuales. Pero por entonces ni un pesimista como él podía imaginarse lo que nos esperaba. Es cierto, a Osvaldo no había gobierno que le viniera bien. Lo cual en el tiempo y lugar en que le tocó vivir no era más que una muestra de coherencia y decoro.
Sus libros no se parecen a lo que se llama literatura política, pero retrató al peronismo de los 70 como nadie en las letras del país, con un militante a cada lado de la escopeta. Tampoco era un periodista en el sentido convencional, y sin embargo estuvo en los dos proyectos que renovaron la prensa del país después del medio siglo de cerrojo militar y cultura del miedo: primero El Periodista, de donde se fue peleado bien al principio pero igual dejó su huella, y después Página/12, contra la que chivaba como todos los que la hacen y muchos de los que se resignan a leerla, pero a la que no aceptó dejar cuando lo tentaron de lugares más convenientes para su respetabilidad. Aquí fue uno de los que puso la pequeña dosis de humor vitriólico de los '70, indispensable para que las pompas de jabón de la Generación X se inflaran y volaran hasta donde pudiera verlas alguien más que los que soplaban. Su firma acompaña la de los otros 23 fundadores de "Periodistas", la Asociación para la Defensa del Periodismo Independiente, en la declaración que ayer le advirtió al Gobierno que la prensa argentina no olvidará a José Luis Cabezas hasta que aparezcan sus asesinos.
Pocos tuvieron en estos años tanto reconocimiento como él, dentro y fuera del país. Los italianos se identificaban con el tono y los personajes de sus crónicas, García Márquez leía sus novelas con tanto interés que se olvidaba de que el autor era argentino, lo traducían a los idiomas obvios y a los imposibles. Escribía sobre asuntos de escritores, como el terror a la página en blanco o los desfalcos de los editores, y sobre asuntos del pueblo, como los pataduras del fútbol, los afanos del Gobierno, la vida y la muerte. Su hijo se llama Manuel, por su amor tardío a Belgrano cuando entendió que se podía rastrear en la historia el origen de nuestros males. Volcó ese descubrimiento en artículos imposibles de leer para quien no tuviera tanta pasión como él, pero también en novelas donde la erudición se evaporaba y sólo dejaba una impregnación sutil y penetrante, suficiente para advertir que esos personajes y esa trama de folletín que se lee sin respirar hasta la última página decían algo más de lo que parecía, hablaban de nuestro destino nacional. Hasta le dieron varios kilos de oro de premio en un pueblito y, sobre todo, lo amaban los lectores, cuyos caprichos maravillosos son inasibles para los taxidermistas de la crítica. Y sin embargo andaba siempre rumiando, como si la mishiadura también lo corriera a él, de puro digno.
Mientras le tiraban bombas químicas preparándolo para la operación, pasaba las noches colgado de la Internet, bajando programas, jugando con su PC y con su Mac, apasionándose por el regreso de Steve Jobs al hogar e impaciente porque todavía faltaba un año para que apareciera el nuevo System Raphsody, probando un scanner prestado y maldiciendo porque "me dicen que con Eudora se pueden escribir los mensajes con acentos, pero yo no doy pie con bola porque está en inglés". Uno de sus e-mail de estos meses dice que "con la quimio uno anda como paseando en un mundo medio irreal". El último, que sigue absurdamente vivo en la pantalla, dice: "Tengo fecha de operación para el 20. El Alien se achicó lo suficiente para hacerla posible". Tan elegante, no quería salir porque se había quedado pelado "de barba y todo" y prefería que sólo unos pocos supieran lo que le estaba pasando. Ahora que ya todos saben, pueden enterarse cómo la pasó si releen las crónicas del Míster Peregrino Fernández, con las que se fue despidiendo. Con la que tituló "Casablanca" cerró su libro final, Piratas, fantasmas y dinosaurios. Su último párrafo dice: "Estoy cansado, tengo más edad de la que he confesado y la enfermera se acerca para llevarme a cenar. Acá en París nos acostamos muy temprano y ahora que se acerca el invierno lo único que puedo hacer es mirar viejas películas, leer viejos libros y evocar viejos partidos. No tengan piedad de mí: la memoria, si veraz y violenta, es una materia exquisita".
por H.Verbitsky en el diario Página\12, 30 de enero de 1997.
© 1997 Página 12. All Rights Reserved.
El cartero / Eduardo Galeano
Lo vi en el ataúd, con esa cara plácida y jodona, y pensé: Es un chiste. No hay duda. El Gordo se está haciendo el muerto para hacer sufrir a los amigos. Nos está tomando el pelo, pensé.
Pero Manuel Soriano, el hijo del Gordo, que es idéntico al Gordo aunque mucho más chiquito y que andaba por ahí con su camiseta de San Lorenzo, nos dio la justa. El le había dado una carta al padre, para que se la entregara a Filipi. Filipi, gran amigo de Manuel, había muerto también, un poco antes, y él lo había enterrado, con cruz y todo, en un pocito del fondo de su casa. Filipi tenía forma de lagartija y costumbres de camaleón, porque cambiaba de color cuando quería. En la carta, Manuel le decía que lo extrañaba mucho y le enseñaba un jueguito, para que Filipi pudiera entretenerse en la muerte, que es muy aburrida. En el jueguito había que escribir las letras que faltaban: "Usá las uñas, Filipi", le decía Manuel.
Entonces lo vi claro. El Gordo se nos fue por un ratito nomás. Está trabajando de cartero de su hijo. Ahora nomás vuelve. A mí ya me parecía, porque es evidentísimo que este mundo no puede ser tan espantosamente triste, solitario y final; y un tipo tan buenazo como el Gordo no podía hacernos la cochinada de dejarnos sin él.
del diario Página\12, 30 de enero de 1997.© 1997 Página 12. All Rights Reserved.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)