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martes, 23 de agosto de 2011

Llegó el peluquero


Por Guillermo Martínez
Para LA NACION - ADN - Buenos Aires, 2009



Es de mañana y el hombre de bata azul, al que ahora todos llaman el Viejo, acaba de pasar casi una hora en el corral, alimentando a los conejos. Sale al jardín, donde está su esposa entre las plantas, y se agacha a su lado, frente a un cactus recién trasplantado. Un mechón de pelo lacio y gris le cae sobre los lentes. Tiene los dedos sucios y trata de quitárselo, molesto, con el dorso de la mano, pero el mechón vuelve a caer. Voy a necesitar un peluquero, dice, y conversan por un momento sobre el asunto. Los dos coinciden en que es peligroso salir.
No pasaron tres meses del ataque a la casa, y todavía están a la vista, en las paredes de adobe del dormitorio y en los postigos blindados de las ventanas, los abanicos de agujeros que dejaron las balas. La organización, aún desperdigada, alcanzó a reunir en este tiempo el dinero para fortificar la quinta. Levantaron la pared externa, construyeron un refugio con techo de cemento armado, cambiaron el portón de madera por puertas de acero con alarma eléctrica, erigieron tres nuevas torretas para dominar las calles laterales. Todavía, entre las torres, tendieron alambres de púas y redes flexibles para rechazar granadas. El gobierno de ese país caluroso y exótico, el único que aceptó recibirlos, avergonzado por el ataque, triplicó el número de guardias. Y aun así, él sabe que está condenado. Soy un militar, contestó a un diario hace poco, y puedo observar que todas las cartas están en mi contra. Sabe, también, que es el último de los históricos: a todos los demás ya los han alcanzado. Está solo, escribe su mujer, y caminamos por este jardín tropical rodeados de fantasmas con la frente agujereada. La casa es ahora una fortaleza, sí, pero toda fortaleza es al mismo tiempo una prisión. Ya no pueden pensar en salir. No te preocupes, dice la mujer, yo lo voy a arreglar: el peluquero vendrá.

El hombre entra en la casa y se dirige por un pasillo hacia la segunda prisión, más íntima, que es su estudio. Como parte de la rutina, entreabre al pasar la puerta del cuarto donde duerme su nieto y espera hasta que ve alzarse su pecho con la respiración. Una de las balas lo hirió en un pie durante el ataque, pero ya pasaron las noches de pesadillas y ahora duerme otra vez hasta tarde, protegido en el sueño y la infancia. Sieva es lo único que les queda vivo de sus hijos. Los tres, uno tras otro: muertos, muertos, muertos, ya forman parte también de la fila de fantasmas.

En su escritorio lo espera la pila de periódicos, su máquina de escribir, los quevedos para leer y los recortes subrayados: debe preparar las notas para el artículo que dictará a la tarde, sobre la movilización de tropas norteamericanas. Sólo se interrumpe para el almuerzo: despide a Sieva, que va a la escuela, y le pregunta a su mujer si pudo llamar al peluquero. Ella asiente: el peluquero vendrá, en algún momento de la tarde.

Segunda sesión de trabajo después del almuerzo. Ahora está sumergido en lo que -espera- será su libro definitivo, el documento detallado de la gran historia, su denuncia final. Pasan lentamente las horas. Un poco después de las cinco le avisan desde la entrada que tiene una visita. ¿Es el peluquero? No: es Jacson Mornard, el novio de su secretaria. Aquella visita es imprevista, pero sale al jardín para recibirlo. Es agosto, la época de las lluvias, y Jacson aparece con un impermeable doblado sobre el brazo. Es la primera vez que lo ve a solas. Su secretaria lo introdujo no hace mucho al grupo y a todos les resulta encantador: le regaló a Sieva un avioncito que planea, los lleva y trae en su enorme Buick, y aunque al principio sólo parecía interesado en los deportes y los autos, de a poco se fue acercando al movimiento. Viene a despedirse, está por viajar a Nueva York, y le trae una pequeña sorpresa: el primer artículo político que ha escrito, contra la teoría del “tercer campo”. ¿Sería tan amable de darle una mirada?

Los dos entran al estudio, y el Viejo se instala en su sillón. Muy cerca está el dictáfono, con los rollos impresos, y abandonada junto a los rollos, su automática calibre 25. En el cajón de la mesa guarda otro revólver, un Colt 38. Las dos armas están cargadas, con seis tiros. El Viejo se ajusta los lentes y se inclina para leer la primera página. Jacson se aproxima a su lado, como si quisiera seguir la lectura sobre su hombro. El Viejo no alcanza a ver el giro del brazo pero escucha el ruido horroroso del golpe que abre su cabeza y siente la punta cruel de hierro que penetra en su cráneo. Uno de los custodios escucha un gemido espantoso, largo, mitad grito y mitad llanto. El Viejo trata de luchar con Jacson y la sangre que mana de su cabeza empieza a manchar su bata azul. Llegan los guardas y golpean a Jacson hasta destrozarle la cara. El Viejo queda tirado en el suelo.
También caído, junto al escritorio, ve el pico de albañil, el piolet de hierro con el que Jacson acaba de atacarlo. Su esposa acude, desesperada, y trata como puede de contener la sangre mientras llega la ambulancia. Aparece Sieva, que vuelve de la escuela, y se asoma al estudio. El Viejo, con un susurro, pide que lo aparten. Llega por fin una ambulancia, que lo lleva a través de la ciudad, con las sirenas aullantes, hasta el hospital. El brazo izquierdo del Viejo está paralizado y su brazo derecho hace un extraño movimiento reflejo circular, sin poder detenerse. Cómo estás, le pregunta su mujer, aterrada. “Mejor, mejor”. Lo depositan en una camilla y empiezan los preparativos para una trepanación de urgencia. Una enfermera se acerca con unas tijeras y le corta por detrás los primeros mechones grises, que caen ensangrentados sobre la camilla. El Viejo mira a su mujer con una sonrisa triste. Llegó el peluquero, murmura.

© LA NACION

Lev Davidovich Bronstein, de 60 años, más conocido como León Trotski, no sobrevive al ataque y muere al día siguiente, el 21 de agosto de 1940. El verdadero nombre de Jacson Mornard era Ramón Mercader.

Todos los datos de este relato están extraídos del libro Trotski, México, 1937-1940, de Alain Dugrand y otros, Siglo XXI editores, 1992.

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